viernes, septiembre 15, 2006

El poeta superado por su herramienta


El espacio lingüístico en el que penetra el poeta no pertenece al artista. Indudablemente está en él y de alguna forma es él mismo, pero no se limita al escritor. La experiencia creativa nos enseña que el lenguaje es una herramienta dúctil, transgresora y superior a aquel que lo emplea. Es más antigua que nosotros e infinitamente más sabia.


Suele ocurrir que el poeta, al iniciar su labor, crea que domina su pretensión de decir, que algún elemento –al que podríamos llamar “inspiración” o comprensión repentina, intuición, tal vez- es la causa de su inclinación hacia la palabra. Terminar un poema nos deja una sensación bastante diferente: el lenguaje tiene sus propias intenciones.


Inicialmente usamos el lenguaje y, poco a poco, notamos que el lenguaje nos utiliza. Pura arqueología de la memoria y de la conciencia humanas se asienta en el sencillo decir, que de pronto cobra una profundidad y una trascendencia que poco tienen que ver con nuestra modesta posición frente a la pantalla o el cuaderno.


El lenguaje parece un organismo vivo, consciente, único y lleno de sentidos diversos, inteligente e intencional. El poeta entra entonces en el espacio de lo sagrado y se interrelaciona con ello bajando la cabeza.


El decir poético tiene poco que ver con los autores. Temáticas biográficas nos llevan a temáticas universales. Cuestiones personales se convierten en cuestiones globales. La encarnación de la experiencia en la intensa expresión de la palabra trasciende la propia encarnación.


Todo eso nos lleva a preguntarnos sobre la naturaleza del lenguaje. ¿Por qué nos supera? ¿Por qué es más largo, ancho, profundo, grande que nosotros? La inmersión en la palabra poética como respuesta a un impulso personal de creación nos arrastra hacia la conciencia de dicha palabra, de dicho conjunto de palabras, que parecen decir más allá de lo que teníamos en mente al comienzo del ejercicio poético.


Conocer a través del lenguaje


El poeta se enfrenta entonces al gran hallazgo: su amor por la palabra, la intensidad de los desvelamientos, la ampliación de su conciencia por la escucha, y la necesidad de volver una vez tras otra a conocer a través del mundo del lenguaje.

El lenguaje poético no es una herramienta útil. El poeta se da cuenta de repente de que es más usado por el lenguaje de lo que él podrá jamás usar la palabra para sus propias pretensiones. El lenguaje se vuelca a través de él –eso deviene del hecho del trabajo, de la laboriosidad, de la penetración, quizá a la inversa de lo que pueda ser la “inspiración” repentina-, y se hace presente gracias a la atención incondicional del poeta.


De este material indómito procede el ritmo –que parece una forma más de conciencia-, la verdad –entendida la verdad como un asentimiento interior y convencido del poeta ante lo que se desvela en la palabra-, la belleza –la estética es en la poesía fruto de la repentina comprensión, del aumento de conciencia ante las cosas o ante los hechos-, y el orden –entendido el orden como una ganancia de sentido que se impone al maremagnum, al caos de la realidad que nos rodea. La poesía es una forma más de interpretación-.


De este material procede, por tanto, una forma de riqueza. Pero nunca el poeta posee al lenguaje sino que es dignificado por él en tanto en cuanto el creador se digna a atenderlo y a reproducir su propia intencionalidad. El acercamiento a la palabra poética es un acto individual y voluntario, sin embargo, en esa transformación del mundo que produce la creación de un poema, el poeta nota que es el lenguaje lo que le ha cambiado a él. El intercambio productivo de la creación poética entre poeta y lenguaje no es, a mi modo de ver, equitativo: el poema permanece porque está fundado con la palabra poética, pertenece al no-tiempo, al no-espacio, mientras que el poeta sin lugar a dudas desaparecerá en el tiempo. ¿Qué hubo antes y qué quedará después? La herramienta, que supera con creces las manos que la vuelcan, aunque esas manos hayan poseído también la capacidad de enriquecerla un poco más.

Conclusiones

La creación poética es la creación de un mapa del mundo que nada tiene que ver con la linealidad de nuestra antigua cultura occidental, que estuvo atrapada en el concepto del progreso. Se puede decir que, como ocurre en el poema, en la realidad también sucede que todo está en todo. El lenguaje poético lo sabe, el poeta se sorprende al descubrirlo en su proceso de escritura, y el lector regresará a esa concepción de lo que le rodea al acercarse a la poesía (no es la única manera, pero es una de ellas, a mi modesto modo de entender).


La metáfora del lenguaje poético es la figura literaria que nos permite un conocimiento mayor de las paradojas que otorgan sentido, ante nuestras propias conciencias, al mundo que nos rodea. El no-tiempo y el no-espacio son característicos del poema, que genera un universo especular del universo exterior, permitiéndonos conocer una verdad distinta a la que nos presentaba la vieja cartografía (lineal).

La polisemia del vocabulario poético y de las composiciones poéticas en sí hace emerger universos de sentido a partir de un grupo de palabras, universos que nos permiten conocer algunas formas de la realidad por vez primera, que ponen un orden de poderosa aunque sutil geometría en el caos, y que enriquecen nuestra conciencia.


Por último, el lenguaje es mayor que el poeta, y éste ha de realizar una labor de arqueólogo, no ya para desvelar el significado de sus propias experiencias –de las que quizá parta su trabajo-, sino para perpetuar y descubrir el conocimiento inherente a la herramienta, lo que late en la intensidad de la palabra. De lo contrario, la creación poética suele quedar vacía, puesto que si no se atiende a lo que el lenguaje poético nos revela, la individualidad se apodera de la forma, y perdemos el vínculo con el decir originario.


El poeta debe ser consciente de la naturaleza de aquello que utiliza, y permitir que el lenguaje poético haga uso de él al mismo tiempo que trabaja. Aunque en este sentido, me parece que se da un intercambio desigual, como he explicado: quizá si nos damos cuenta de esa desigualdad, dejen de importar de una vez por todas los poetas para que comencemos a valorar el lenguaje poético, la herramienta, en su justa medida: sólo la conciencia y la atención nos permitirán ir más allá, aunque sólo sea unos instantes, de los continuos mapas (del pasado, del presente) que nuestra fuente interpretativa genera sin poder parar.



Poeta y narradora, Yaiza Martínez Montesdeoca es Licenciada en Filología Hispánica (UCM). Libros de poesía: Rumia Lilith (2001) y El hogar de los animales Ada (en prensa. Editorial Devenir). Es también autora de las novelas inéditas Las mujeres solubles y La Pangea de Elisa Merlo. Poemas suyos han aparecido en diversas publicaciones como El signo del gorrión, Vera, Los noveles o ABC Cultural. Ha traducido El Señor de Ballantrae de R. L. Stevenson (2005). Ha ejercido la crítica literaria en la revista Reseña. En la actualidad es Redactora-jefe de la revista de Ciencia y Humanidades Tendencias21. Este artículo se publicó originalmente en 7de7.net. Se reproduce con autorización.

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